jueves, 11 de agosto de 2011

Día 1. Uno que leí de una sentada

Hace muchos años ya, este libro andaba deambulando por la casa. Lo había llevado mi hermano y lo dejó por ahí, en uno de esos momentos en que de Saramago no sabía más que el nombre y que era un viejito portugués que se había ganado el Nobel de literatura.

El nombre del libro no me parecía particularmente llamativo, tal vez porque asociaba los ensayos a un ejercicio más académico que literario. Sin embargo, la curiosidad me pudo -como siempre- y me enfrasqué en una lectura vertiginosa de tres días en los que sólo me detuve cuando tenía clase en la Universidad o alguna necesidad fisiológica había llegado al colmo del apremio. Todavía recuerdo a mi madre llamándome tres, seis, diez veces para que fuera a comer y yo contestándole que ya iba, que terminaba una página y listo... pero era casi imposible detener esa lectura apasionante por algo tan insustancial como comer.

Pocas veces he leído libros que susciten en mí imágenes tan vívidas como este, que me hacía ver la ciudad cada más despoblada y vuelta nada, los rostros de los ciegos repentinos, la angustia de la única mujer que podía mirar algo todavía.

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